Paseo, by José Donoso

Section 5

Cuando yo llegaba del colegio por la tarde, iba directamente a la planta baja, y montando mi bicicleta nueva daba vuelta tras vuelta por el estrecho jardín del fondo de la casa, centrado en torno al olmo y al par de escaños de fierro. Detrás de la tapia, los nogales de la otra casa comenzaban a mostrar un leve esbozo primaveral, pero yo no hacía caso de las estaciones y sus dádivas porque tenía cosas demasiado graves en que pensar. Y como sabía que nadie bajaba al jardín hasta que el ahogo de pleno verano lo hiciera perentorio, era el mejor sitio para meditar sobre lo que en casa sucedía.

Superficialmente se hubiera dicho que nada sucedía. ¿Pero cómo permanecer tranquilo frente a la curiosa relación anudada entre mi tía y la perra blanca? Era como si tía Matilde, después de servir esmeradamente y conformarse con su vida impar, por fin hubiera hallado a su igual, a alguien que hablaba su lenguaje más inconfesado, y como entre damas, llevaban una vida íntima llena de amabilidades y refinamientos gratos. Comían bombones que venían en cajas atadas con frívolos cintajos. Mi tía disponía naranjas, piñas, uvas en las empinadas fruteras de cristal, y la perra la observaba como si criticara su buen gusto o fuera a darle su opinión. Era como si hubiera descubierto una región más benigna de la vida en este compartir de agrados, tanto que ahora todo había perdido importancia para ella frente a este nuevo mundo afectuoso. Era frecuente que pasando junto a la puerta de su habitación yo escuchara una carcajada similar a la que había echado por tierra el viejo orden de su vida aquella noche, o que la oyera dialogar—no monologaba como conmigo—con una interlocutora cuya voz yo no oía. Era la vida nueva. La perra, la culpable, dormía en una cesta en su cuarto, una cesta primorosa, femenina, absurda a mi parecer, y la seguía a todas partes, menos al comedor. La entrada allí le estaba vedada, pero esperando la salida de su amiga, la seguía hasta la biblioteca o el billar, según donde nos instaláramos, y se sentaba a su lado o en su falda, cruzando, de tanto en tanto, cómplices miradas de entendimiento. Yo sentía que la perra era la más fuerte de las dos, la que mostraba y enseñaba cosas desconocidas a tía Matilde, que se había entregado por completo a su experiencia.

¿Cómo era posible?, me preguntaba yo. ¿Por qué tuvo que esperar hasta ahora para lograr rebasarse por fin y entablar un diálogo por primera vez en su vida? A veces la veía insegura respecto a la perra, como temerosa de que así como un buen dia llegó, también partiera, dejándola sola, con todo este nuevo caudal pesándole en las manos. ¿O temía aún por su salud? Era demasiado extraño. Estas ideas flotaban como borrones suspendidos en mi imaginación,mientras oía crujir la gravilla del sendero bajo las ruedas de mi bicicleta. Lo que no era borroso, en cambio, era mi vehemente deseo de enfermar de gravedad, para ver si así lograba yo también cosechar una relación parecida. Porque la enfermedad de la perra había sido la causa de todo. Sin eso mi tía jamás se hubiera ligado con ella. Pero yo tenía una salud de fierro, y además era claro que el corazón de tía Matilde no daba cabida más que para un solo amor a la vez, sobre todo si era tan inmenso.

Mi padre y mis tíos no parecieron notar cambio alguno. La perra era silenciosa, y abandonando sus modales de callejera, pareció adquirir las maneras un tanto dignas de tía Matilde, conservando, sin embargo, todo su empaque de hembra a la cual las durezas de la vida no han podido ensombrecer ni su buen humor ni su inclinación por la aventura. Para ellos resultaba más fácil aceptarla que rechazarla, ya que lo último hubiera comprometido por lo menos sus comentarios, y tal vez hasta una revisión incómoda de sus cánones de seguridad.

Una noche, cuando el jarro de limonada ya había hecho su aparición sobre la consola de la biblioteca, refrescando ese rincón de la penumbra, y las ventanas quedaban abiertas al aire, mi padre se detuvo bruscamente al entrar en.la sala de billar.

¿Qué es esto? exclamó mirando el suelo.

Consternados, los tres hombres se pararon a mirar una pequeña charca redonda en el piso encerado.

¡Matilde! llamó tío Gustavo.

Ella se acercó a mirar y enrojeció de vergüenza. La perra se había refugiado bajo la mesa del billar en la habitación contigua. Al dirigirse a la mesa, mi padre la vio allí, y cambiando bruscamente de rumbo salió de la sala seguido por sus hermanos, dirigiéndose a los dormitorios, donde cada uno se encerró mudo y solo.

Tía Matilde no dijo nada. Subió a su cuarto seguida de la perra. Yo permanecí en la biblioteca con un vaso de limonada en la mano, mirando el cielo del verano, y escuchando, escuchando ansiosamente algún pitazo lejano de un barco, y el rumor de la ciudad desconocida, terrible y también deseada, que se extendía bajo las estrellas.

Pronto oí bajar a tía Matilde, que apareció con el sombrero puesto y con las llaves tintineando en la mano.

Anda a acostarte dijo—. Voy a llevarla a pasear a la calle para que haga sus necesidades.

Luego agregó algo que me hizo temblar: Está tan linda la noche ...

Y salió.

De esa noche en adelante, en vez de subir después de comida para abrir las camas de sus hermanos, iba a su pieza, se encasquetaba el sombrero y volvía a bajar, haciendo tintinear las llaves. Salia con la perra, sin decirle nada a nadie. Y mis tíos y mi padre y yo nos quedábamos en el billar, y más avanzada la estación, sentados en los escaños del jardín, con todo el rumor del olmo y la claridad del cielo pesando sobre nosotros. Jamás se habló de estos paseos nocturnos de tía Matilde, jamás mostraron de manera alguna que se daban cuenta de que algo importante había cambiado en la casa al introducirse allí un elemento que contradecía todo orden al principio tía Matilde permanecía afuera a lo sumo veinte minutos o media hora, regresando pronto para tomar cualquier cosa con nosotros y cambiar algunos comentarios triviales. Más tarde, sus salidas se fueron prolongando inexplicablemente. Ya no era una dama que sacaba a pasear a su perra por razones de higiene; allá afuera, en las calles, en la ciudad, había algo poderoso que la arrastraba. Esperándola, mi padre miraba furtivo su reloj de bolsillo, y si el atraso era muy grande, tío Gustavo subia a la sala del segundo piso, como si hubiera olvidado algo allí, para mirar por el balcón. Pero permanecían mudos. Una vez que el paseo de tía Matilde se prolongó demasiado, mi padre caminó una y otra vez por el sendero que serpenteaba entre los macizos de hortensias, abiertas como ojos azules vigilando la noche. Tío Gustavo tiró un habano que no logró encender a su gusto, y luego otro, aplastándolo con el taco de su zapato. Tío Armando volcó una taza de café. Yo los miraba esperando que por fin estallaran, que dijeran algo, que llenaran con angustia expresada esos minutos que se prolongaban y se prolongaban unos detrás de otros sin la presencia de tía Matilde. Eran las doce y media cuando llegó..

¿Para qué me esperaron en pie? preguntó sonriente.

Traía el sombrero en la mano, y su cabello, de ordinario tan cuidado, estaba revuelto. Observé que un ribete de barro manchaba sus zapatos perfectos.

¿Qué te pasó? preguntó tío Armando.

—Nada—fue su respuesta, y con ella clausuró para siempre todo posible derecho de sus hermanos para inmiscuirse en esas horas desconocidas, alegres o trágicas o anodinas, que ahora eran su vida. Digo que eran su vida porque durante esos instantes que permaneció con nosotros antes de subir a su cuarto, con la perra también embarrada junto a ella, percibí una animacion en sus ojos, una alegre inquietud parecida a la de los ojos del animal, como recién bañados en escenas nunca antes vistas, a las que nosotros carecíamos de acceso. Esas dos eran compañeras. La noche las protegía. Pertenecían a los rumores, a los pitazos de los barcos que atravesando muelles, calles oscuras o iluminadas, casas, fábricas y parques, llegaban a mis oídos. Sus paseos con la perra continuaron durante algún tiempo. Ahora nos despedíamos inmediatamente después de la comida, y cada uno se iba a encerrar en su cuarto, mi padre, tío Gustavo, tlo Armando y yo. Pero ninguno se dormía hasta oírla llegar, tarde, a veces terriblemente tarde, cuando la luz del alba ya clareaba la copa de nuestro olmo. Sólo después de oírla cerrar la puerta de su dormitorio cesaban los pasos con que mi padre medía su habitación, o se cerraba por fin la ventana del cuarto de uno de sus hermanos para excluir ese fragmento de noche que ya no era peligrosa.

Una vez la oí subir muy tarde, y como me pareció oírla cantar una melodía suavemente y con gran dulzura, entreabrí mi puerta y me asomé. Al verla pasar frente a mi cuarto, con la perra blanca envuelta en sus brazos, su rostro me pareció sorprendentemente joven y perfecto, aunque estuviera algo sucio, y vi que había un jirón en su falda. Esa mujer era capaz de todo; tenía la vida entera por delante. Me acosté aterrorizado pensando que era el fin.

Y no me equivoqué. Porque una noche, muy poco tiempo después, tía Matilde salió a pasear con la perra después de comida y no volvió más.

Esperamos en pie toda la noche, cada uno en su cuarto, y no regresó. Al día siguiente nadie dijo nada. Pero continuaron las esperas mudas, y todos rondábamos en silencio, sin parecer hacerlo, las ventanas de la casa, aguardándola. Desde ese primer día el temor hizo derrumbarse la dignidad armoniosa de los rostros de los tres hermanos, y envejecieron mucho en poco tiempo.

Su tía se fue de viaje me respondió la cocinera cuando por fin me atreví a preguntarle.

Pero yo sabía que no era verdad.

La vida en casa continuó tal como si tía Matilde viviera aún con nosotros. Es cierto que ellos solían reunirse en la biblioteca, y quizás encerrados allí hablaran, logrando sobrepasar el muro de temor que los aislaba, dando rienda suelta a sus temores y a sus dudas. Pero no estoy seguro. Varias veces vino un visitante que claramente no era de nuestro mundo, y se encerraron con él. Pero no creo que les haya traído noticias de las posibles pesquisas, quizás no fuera más que el jefe de un sindicato de estibadores que venía a reclamar indemnización por algún accidente. La puerta de la biblioteca era demasiado maciza, demasiado pesada, y jamás supe si tía Matilde, arrastrada por la perra blanca, se perdió en la ciudad, o en la muerte, o en una región más misteriosa que ambas.

Notes

  • impar - normally used in arithmetic to mean odd as opposed to even; one-sided is a possible translation here
  • en este compartir de agrados = in this sharing of pleasures. The infinitive is being used as a noun.
  • una carcajada similar a .... The short story writer writes very compactly, economically; here, the previous detail of Tía Matilde’s carcajada [note the same word is used earlier] is picked up and given further significance: it had destroyed the old order of life. Previously, only its impact and absurdity were noted.
  • como borrones suspendidos en mi imaginación - borrón = blot / sketch. This phrase belongs to the reiterated motif of the narrator’s uncertainly, his sense of casting about for explanations for his aunt’s disappearance.
  • tintineando - tintinear = to jingle; this verb is picked up again shortly after this. It contributes to the sense of disorder entering into the household; perhaps a sense of carnival, a merriment which is alien to what the house had once been.
  • y más avanzada la estación = as the season had advanced.
  • Digo que eran su vida ...; también embarrada = also covered in mud. What does the practical detail of the mud-stained shoes and muddy dog signify? It is not only that Matilde and the bitch had wandered into the city returning as mud-stained travellers but that mud itself is out of place in the old order of things, just as the dog-pee on the polished parquet represented a terrible affront to order. The first mention of the sirens in the harbour is picked up again, and given particular density of significance. Here is a translation of the whole sentence: I say these hours were her life because during those moments that she stayed with us before going up to her room, with the muddied bitch at her side as well, I made out an excitement in her eyes ....
  • pitazos= sirens; whistles - The first mention of the sirens in the harbour is picked up again, and given particular density of significance.
  • peligrosa - Why did the night air cease to be dangerous on Matilde’s return? Is it because as the brothers wait anxiously for her return, they project their anxiety onto the city at night? It is the unknown city, into which Matilde has disappeared, which raises their fears. Hence, the closing of the window once Matilde has returned represents shutting out the danger they had sensed, and restoring the house to its closed, secure state. If you can think of another explanation, write it down in your notes.
  • peligrosa - Why did the night air cease to be dangerous on Matilde’s return? Is it because as the brothers wait anxiously for her return, they project their anxiety onto the city at night? It is the unknown city, into which Matilde has disappeared, which raises their fears. Hence, the closing of the window once Matilde has returned represents shutting out the danger they had sensed, and restoring the house to its closed, secure state. If you can think of another explanation, write it down in your notes.
  • un jirón = a tear; i.e. her dress had been torn. Like the mud, the tear in Matilde’s dress stands for something in the narrator’s mind, though he does not care to name it; he merely comments: Esa mujer era capaz de todo. The demonstrative (esa) may carry a pejorative sense, an effect of distancing and of criticism.
  • estibadores = stevedores, dockers.
  • ambas - i.e. the city and death. Why does the narrator leave the story hanging on this unresolved speculation? Do we have any idea of what this región más misteriosa could be in his mind?