Paseo, by José Donoso

Section 4

Debe de haber sido el último temporal de ese invierno, porque recuerdo claramente que los días siguientes se abrieron y que las noches comenzaron a entibiarse.

La perra blanca continuó apostada en nuestra puerta, siempre temerosa, escudriñando las ventanas como si buscara a alguien. En la mañana, al partir al colegio, yo trataba de espantarla, para que se fuera, pero no bien me trepaba al autobús la veía reaparecer tímidamente por la esquina o desde atrás de un farol. Las sirvientas tambien trataron de alejarla, pero sus tentativas fueron tan infructuosas como las mías, porque la perra nunca dejaba de regresar, como si permanecer cerca de nuestra casa fuera una tentación que, aunque peligrosa, tenía que obedecer.

Una noche estábamos todos despidiéndonos al pie de la escalera antes de irnos a dormir. Tio Gustavo que siempre se encargaba de hacerlo, ya había apagado todas las luces, menos la de la escalera, dejando el gran espacio del vestíbulo poblado por las densidades de los muebles. Tía Matilde, que recomendaba a tío Armando que abriera la ventana de su cuarto para que entrara un poco de aire, de pronto enmudeció, dejando sus despedidas inconclusas y los movimientos de todos nosotros, que comenzábamos a subir, detenidos.

¿Qué pasa? preguntó mi padre bajando un escalón.

Suban murmuró tía Matilde, dándose vuelta para mirar la penumbra del vestíbulo.

Pero no subimos.

El silencio de la sala, generalmente tan espacioso, se colmó con la voz secreta de cada objeto—un grano de tierra escurriéndose entre el viejo papel y el muro, maderas crujientes, el trepidar de algún cristal suelto—y esos escasos segundos se inundaron de resonancias. Alguien, además de nosotros, estaba donde estábamos nosotros. Una pequeña forma blanca venció la penumbra junto a la puerta de servicio. Era la perra, que atravesó el vestíbulo rengueando lentamente en dirección a tía Matilde, y sin mirarla siquiera se echó a sus pies.

Fue como si la inmovilidad de la perra hubiera vuelto a hacer posible el movimiento de los que contemplábamos la escena. Mi padre bajó dos escalones, tío Gustavo encendió la luz, tío Armando subió pesadamente y se encerró en su dormitorio.

¿Qué es esto? preguntó mi padre.

Tía Matilde permanecía inmóvil.

—¿Cómo entraría?—se preguntó de pronto.

Sus palabras parecían apreciar la proeza que significaba haber saltado tapias en ese estado lamentable, o haberse introducido en el sótano por un vidrio roto, o haber burlado la vigilancia de las sirvientas para deslizarse por una puerta casualmente abierta.

Matilde, llama para que se la lleven dijo mi padre, y subió seguido por tío Gustavo.

Quedamos ella y yo mirando la perra.

Está inmunda dijo en voz baja—. Y tiene fiebre. Mira, está herida...

Llamó a una sirvienta para que se la llevara, ordenándole que le diera de comer y que al otro dia llamara a un veterinario.

¿Se va a quedar en la casa? pregunté.

¿Cómo va a andar así por la calle? murmuró tía Matilde. Tiene que sanar para poder echarla. Y tiene que sanar pronto, porque no quiero tener animales en la casa.

Luego agregó:

Sube a acostarte.

Ella siguió a la sirvienta que se llevaba a la perra.

Reconocí esa antigua urgencia de tía Matilde porque todo anduviera bien en torno suyo, ese vigor y pericia que la hacían reina indudable de las cosas inmediatas, encontrándose tan segura dentro de sus limitaciones, que para ella lo único necesario era solucionar desperfectos, errores no de intención o motivo, sino de estado. La perra blanca, por lo tanto, iba a sanar. Ella misma, porque el animal había entrado en el radio de su poder, se encargaría de ello. El veterinario le vendaría la pata herida bajo su propia vigilancia, y protegida por guantes de goma y por un paño, ella misma se encargaría de lavarle las pústulas con desinfectantes que la harían gemir. Pero tía Matilde permanecería sorda a esos gemidos, segura, tremendamente segura, de que cuanto hacía era para bien.

Así fue.

La perra se quedó en la casa. No es que yo la viera, pero conocía el equilibrio de personas que la habitaban, de manera que la presencia de cualquier extraño, aunque permaneciera en los confines del sótano, podía establecer un desnivel en lo acostumbrado. Algo, algo me acusaba su existencia bajo el mismo techo que yo. Quizás ese algo no fuera tan imponderable. A veces veía a tia Matilde con los guantes de goma en la mano, llevando un frasco lleno de líquido rojo. Encontré un plato con piltrafas en un pasillo del sótano, donde fui a contemplar la bicicleta que acababan de regalarme. Débilmente, amortiguado por pisos y muros, a veces llegaba hasta mis oídos la sospecha de un ladrido.

Una tarde bajé a la cocina, y la perra blanca entró, manchada como un payaso con el desinfectante rojo. Las sirvientas la echaron sin miramientos. Pero vi que no rengueaba ya, que su cola, antes lacia, se enroscaba como una pluma dejando a la vista su trasero desvergonzado.

Esa tarde le pregunté a tía Matilde:

¿Cuándo la va a echar?

¿A quién? preguntó ella.

Lo sabía perfectamente.

A la perra blanca.

Todavía no está bien respondió.

Más tarde pensé insistir, diciéndole que aunque la perra no estuviera sana del todo, seguramente ya nada le impediría encaramarse en los tarros para husmear la basura en busca de comida. No lo hice porque creo que fue esa misma noche cuando tía Matilde, después de perder la primera partida de billar, decidió que no tenía ganas de jugar otra. Sus hermanos siguieron jugando, y ella, sumida en el enorme sofá de cuero, les iba indicando sus turnos. De pronto se equivocó en el orden de los nombres. Hubo un momento de desconcierto, pero el hilo del orden fue retomado prontamente por esos hombres que rechazaban la casualidad si no les era favorable. Pero yo ya había visto.

Era como si tía Matilde no estuviera allí. Respiraba a mi lado como siempre. La honda alfombra silenciadora cedía como de costumbre bajo sus pies. Sus manos cruzadas tranquilamente —tal vez aún más tranquilamente que otras noches—pesaban sobre su falda. ¿Cómo es posible que se sienta con tanta certeza la ausencia de un ser cuando su corazón está en otra parte? Sólo su corazón estaba ausente, pero la voz con que iba llamando a sus hermanos arrastraba significaciones desusadas porque nacía en otro lugar.

Las noches siguientes fueron iguales, enturbiadas por ese borrón casi invisible de su ausencia. Dejó por completo de tomar parte en el juego y de llamarlos por sus nombres. Ellos parecieron no notarlo. Pero quizás lo notaran, porque los partidos se hicieron más cortos, y noté que la deferencia con que la trataban aumentó infinitesimalmente.

Una noche, cuando salíamos del comedor, la perra hizo su aparicion en el vestíbulo y se unió al grupo familiar. Ellos, como de costumbre, aguardaron en la puerta de la biblioteca para que su hermana los precediera hasta la sala de billar, esta vez seguida airosamente por la perra blanca. No hicieron comentario alguno, como si no la hubieran visto, iniciando su partido como todas las noches.

La perra se sento a los pies de tía Matilde, muy quieta, sus ojos vivísimos recorriendo la sala y siguiendo las maniobras de los jugadores, como si todo aquello la entretuviera, muchísimo. Ahora estaba gorda y tenía la pelambre brillosa, todo su cuerpo, desde el palpitante hociquillo hasta la cola lista para agitarse, repleto de una vital capacidad de diversión. ¿Cuánto tiempo había permanecido en casa? ¿Un mes? Tal vez más. Pero en ese mes tía Matilde la había obligado a sanar, cuidándola sin despliegues de ternura pero con la gran sabiduria de sus manos huesudas empeñada en componer lo descompuesto. Le había curado las llagas, implacable ante su dolor y sus gemidos. Su pata estaba sana. La había desinfectado, alimentado, bañado, y ahora la perra blanca era un ser entero.

Todo esto, sin embargo, no parecía unirla a la perra. Quizás la aceptara como esa noche mis tíos también aceptaron su presencia: rechazarla hubiera sido darle una importancia que para ellos no podía tener. Yo veía a tía Matilde tranquila, recogida, colmada de un elemento nuevo que no llegaba a desbordarse para tocar su objeto, y ahora éramos seis los seres separados por algo más vasto que trechos de alfombra y de aire.

En una de sus jugadas, tío Armando, que era torpe, tiró al suelo el cubito de tiza azul. Inmediatamente, obedeciendo a un resorte que la unía a su picaresco pasado callejero, la perra corrió hasta la tiza y, arrebatándosela a tío Armando, que se había inclinado para recogerla, la tomó en el hocico. Entonces sucedió algo sorprendente. Tía Matilde, como.si de pronto se deshiciera, estalló en una carcajada incontenible que la agitó entera durante unos segundos. Quedamos helados. AI oírla, la perra abandonó la tiza, corrió hacia ella con la cola agitada en alto, y saltó sobre su falda. La risa de tía Matilde se aplacó, pero tío Armando, vejado, abandonó la sala para no presenciar ese desmoronamiento del orden mediante la intrusión de lo absurdo. Tío Gustavo y mi padre prosiguieron el juego; ahora era más importante que nunca no ver, no ver nada, no comentar, no darse por aludido de los acontecimientos, y así quizás detener algo que avanzaba.

Yo no encontré divertida la carcajada de tía Matilde. Era demasiado evidente que algo oscuro la había suscitado. La perra se aquietó sobre su falda. Los chasquidos de las bolas al golpearse, precisos y espaciados, parecieron conducir la mano de tía Matilde primero desde su lugar en el sofá hasta su falda, y luego hasta el lomo de la perra adormecida. Al ver esa mano inexpresiva reposando allí, observé también que la tensión que jamás antes había percibido como tal en las facciones de mi tía—nunca sospeché que pudiera ser otra cosa que dignidad—se había disuelto, y que una gran paz suavizaba su rostro. No pude resistirlo. Obedeciendo a algo más poderoso que mi voluntad me acerqué a ella sobre el sofá. Esperé que me llamara con una mirada o que me incluyera mediante una sonrisa, pero no lo hizo porque la nueva relación entablada era demasiado exclusiva, y en ella no había lugar para mí. Eran sólo dos los seres unidos. Aunque no lo deseaba, yo quedaba afuera. Y los demás, los hermanos, permanecían aislados porque desoyeron la peligrosa invitación que tía Matilde se atrevió a escuchar.

Notes

  • temporal = rough weather, storm.
  • no bien me trepaba al autobúsno bien = no soomer, scarcely; trepar = to climb up; trepar a un avión = to climb into a plane; trepar un árbol = to climb up a tree. The full sentence can be translated as No sooner had I got onto the bus than I saw her reappearing shyly at a corner or from behind a lamp post.
  • la perra nunca dejaba de regresar = The dog never failed to return.
  • que siempre se encargaba de hacerlo = Who always made it his job [to put out the lights].
  • menos la de la escalera = except the stair light.
  • la proeza = feat, heroic deed. The narrator analyses closely, recording the heroic deed which Tía Matilde may have been thinking about (jumping over walls, climbing through a broken window slipping in through a door left open).
  • le diera de comerdar de comer = to feed. The subjunctive expresses intentionality introduced by para que.
  • le vendaríavendar = to bandage. The conditional expresses the narrator’s supposition that Tía Matilde would be bound to take care of the animal once it was in the radius of her power; she would supervise the vet bandaging the wounded leg, she would wash its sores with disinfectants that would make it moan, she would be deaf to its moans of pain. The narrator thus expresses his confidence in the unchanging character of his aunt’s outlook and regime at the point in the story where his trust is about to be shaken. If you read the story as a study of the narrator, the particular use of tense is an interesting reflection of his need for security: He plots in advance Matilde’s actions because he needs to be sure of her.
  • ese algo = that something.
  • un plato con piltrafas = a dish with scraps.
  • como un payaso = like a clown.
  • la echaron sin miramientos = the servants threw her out unceremoniously.
  • hubo un momento de desconcierto = there was a moment of consternation.
  • ¿Cómo es posible ...? = How is it possible for one to feel with such certainty the absence of a person when her heart is elsewhere? Only her heart was absent, but the voice in which she called her brothers carried unusual meanings because it originated from some other place.
  • pelambre = pelo muy abundante.
  • sin despliegues de ternuradespliegue relates to the verb desplegar = to unfold. The phrase means without any manifestations of tenderness.
  • empeñada en componer lo descompuestoempeñada en + infinitive = insisting on, bent on. Note that the past participle agrees with sabiduría (wisdom). The longer phrase can be rendered as with the wisdom of her bony hands given over to / dedicated to repairing what was damaged.
  • En una de sus jugadas,… = During one of his shots, uncle Armando, who was rather clumsy, threw the little cube of blue chalk to the floor. Immediately, obeying some response that went back to her street-wise past, the bitch ran up to the chalk and, snatching it away from uncle Armando, who had bent down to pick the chalk up, held it in her snout.
  • carcajada = a burst of laughter; estallar = to explode.
  • quedamos helados = we froze on the spot.
  • vejado = humiliated.
  • no había lugar para. If you read this story as a study of the narrator, the detail claims attention; the boy sees the dog as a rival for an affection he never receives from aunt Matilde.
  • la peligrosa invitación. What would this peligrosa invitación be that the brothers failed to hear and which Tía Matilde dared to listen to? The explanation may be given in eran sólo dos seres unidos (they were simply two beings united as one). Matilde had discovered a capacity for affection; love is the temptation she had heeded. You my well ask if Matilde’s affection for the dog is realistic, or think that the story is improbable or even absurd in its anthropomorphic treatment of the bitch. A reply could be that the dog is no more than a token figure, the object around which the narrator gathers his sense of being deprived as a child of the affection he craved for.