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Manifiesto del Congreso de la Unión
(México D.F., 27 October 1862)

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Manifiesto del Congreso de la Unión

27 October 1862

Region: México D.F.
Place: Ciudad de México

Pronunciamiento text

Manifiesto del congreso de la unión (México, 27 de octubre de 1862)

Los representantes de los Estados Unidos Mexicanos, reunidos en congreso, declaran: que el primero y más imperioso de sus deberes, al comenzar sus tareas legislativas, en este período constitucional de sus sesiones, es manifestar a sus conciudadanos y al mundo entero, cuál es su intención al reunirse a desempeñar la alta misión que les confiaron los pueblos, en tan críticas y solemnes circunstancias; y cuál, también, su firme resolución, sean cuales fueren los acontecimientos que el porvenir prepara a la patria.

Invadida y ultrajada la nación, que antes había sido tan calumniada; desconocida y hollados sus derechos; y menospreciada su soberanía y su independencia, se ha invocado, para la justificación de hechos tales, la caída del presidente Juárez, presentándolo como la única causa y como el único enemigo que se combate; como al principio de este siglo se invocó, por motivos bien diferentes, la caída de Napoleón el I. Se dice que no se hace la guerra a la nación, sino a un solo hombre; y repitiendo lo que la Europa coligada dijo en aquellos tiempos a la Francia invadida, se prometen mil venturas y el consultar la voluntad de todos, al derribar al gobierno por todos establecido.

Sucederá hoy en México lo que entonces en Francia: su humillación y la desmembración de su territorio, o el de pasar de ser nación a ser colonia francesa.

El emperador de los franceses declara a México, que no le manda la guerra sino la felicidad: que su único enemigo es Juárez, y que desapareciendo éste, se hará lo que México quiera; y hasta tal punto, que si insiste en colocar a su cabeza al presidente Juárez, las tropas francesas lo sostendrán.

Excusado es preguntar con qué derecho se pretende de los mexicanos, y sea eso, ya cualquiera otra cosa que ofenda en lo más mínimo su soberanía.

Sabido es que toda ley, todo derecho, callan cuando sólo las armas mandan y se hacen escuchar.

Pero a ese lenguaje, México, y los mexicanos todos, responden: que no aceptan ni aceptarán jamás, la menor intervención extraña en sus negocios y su organización social y política, que elegido, libre y constitucionalmente, como primer magistrado de la República, el C. Benito Juárez, no sólo no consentirían nunca que reciba la ley de cualquiera potencia extranjera, por poderosa que ésta sea, por numerosos y aguerridos los ejércitos con que se invada al país, sino que se opondrá, ahora y siempre, hasta que termine su período legal, a la separación del puesto que tan dignamente ocupa.

El Congreso de la Unión, por medio de sus representantes, así lo declara de la manera más solemne, y declara al mismo tiempo, que investirá al ejecutivo en estas circunstancias, de toda la suma de facultades que fueren necesarias para salvar la situación, pues para ello le confiere poderes bastantes la Constitución, y tiene y deposita, por lo mismo, toda su confianza en el presidente.

Los representantes de la nación declaran igualmente que se decidirán con todo empeño a desarrollar su sistema político, expidiendo las leyes constitucionales que aun faltan para coronar el edificio, y darle toda la firmeza y solidez que requiere.

La reunión del actual congreso, en estos momentos, es la mejor y más victoriosa prueba de la regularidad de la marcha administrativa.

Esa regularidad misma que se observa en los Estados que forman esta federación, y la que se ha seguido para las elecciones libres, espontáneas y legales de los que aquí nos encontramos reunidos, desmienten todas las calumnias inventadas por nuestros gratuitos enemigos; y el congreso de los Estados Unidos Mexicanos considera como uno de los primeros y el más satisfactorio de sus labores, el consumar la obra grandiosa de la consolidación de las instituciones federales, siguiendo sus tareas con esa misma calma y esa admirable regularidad.

Al ocuparse el congreso de sus deberes en el interior, no desatenderá los que tiene para las cuestiones del exterior.

Se encuentra animado de la mejor disposición para volver por el honor y el buen nombre de México y de sus autoridades. Ya que éstas y aquél han dado al mundo civilizado pruebas tan honrosas como evidentes de que se calumniaba al país, con la conducta mesurada, noble, leal y generosa que ha observado y observa con todos los extranjeros que lo habitan, y con los mismos franceses, a pesar de la imprudencia de algunos de los primeros y del indigno proceder de una parte de los otros, continuará esa conducta y apoyará al gobierno hasta lograr que se restablezcan las buenas relaciones con las potencias extranjeras, y se haga justicia al que la tenga.

La República cumplirá con sus deberes y con sus compromisos y seguirá observando la misma conducta. El extranjero pacífico será protegido como hasta ahora, no sólo hasta donde pudiera exigirlo el derecho, sino hasta donde pudiera inspirarlo la más amplia generosidad: el pernicioso o criminal serán reprimidos o castigados de modo más severo.

Los representantes, reunidos en el congreso, nada desean más que ver confirmadas las esperanzas que el ejecutivo les manifestó en la apertura de sus sesiones, y será un día de satisfacción y de gloria para la patria, el día en que se restablezca la buena inteligencia entre la República y los gobiernos de la Gran Bretaña y de España.

La leal y noble conducta de sus representantes, al romperse los convenios de la Soledad, exigen de nuestra parte toda especie de consideraciones, y México no olvidará jamás la hidalguía y procederos caballerosos del valiente general español, que no quiso marcharse ni doblegar al servir en aquellas circunstancias.

Hizo un servicio a México, pero lo hizo mayor a su patria, España. Al mundo entero toca calificar de qué lado estuvo la justicia, y de qué lado al honor y la lealtad.

La historia imparcial será bien severa para los plenipotenciarios franceses, cuya conducta y manejos sirven de contraste con la digna y pundonorosa de los ingleses y el español.

La República mexicana ha aceptado la guerra inicua y devastadora que se le ha traído por el emperador de los franceses. Ni podía ser de otra manera, si se le considera con los derechos y con los deberes que tiene toda nación soberana e independiente.

Pero esa resistencia a que se le obliga; esa guerra defensiva la hará por su propio honor, como toda nación civilizada la hace el día de hoy, y con arreglo al derecho de paz y de guerra, según los adelantos del siglo.

Lo hará con energía y decisión, y se defenderá del emperador de los franceses, protestando al mismo tiempo todas sus simpatías hacia esa nación, con la que se le obliga a luchar.

Si el emperador dice a México que no quiere con él la guerra, y que sólo se la hace a su presidente Juárez, la nación mexicana le responde: que ni ha provocado, que ni ha querido, ni quiere la guerra con Francia; que la acepta y la hará por el todo el tiempo que fuera necesario, y con todo el tesón y la perseverancia que se requieren en guerras de esta naturaleza, a ese emperador, engañado antes, y hoy seducido por la ambición de ocupar un rico territorio, y de disponer de los destinos de todo un continente.

Sólo paz y buena inteligencia quiere México con Francia: sólo desea verla prosperar y que sea grande y feliz; y no abriga más sentimientos hacia ella que los de la admiración, cuando marcha por el sendero del honor y de la justicia.

Separado de él su emperador, ha entrado con él en esta guerra inicua; y no le levantará la mano de la empresa, ni entrará en pláticas ningunas de paz, o arreglo de ninguna clase, en que tenga que sacrificar su honor y su dignidad, o sufrir la menor desmembración de su territorio.

Tal es la mira que se supone por algunos a la colosal expedición que se ha mandado a nuestras costas para invadir nuestros hogares.

Una rica California resultó de otra invasión al territorio mexicano. Quieren acaso encontrar una nueva California en nuestros ricos y metalíferos terrenos, los ávidos especuladores de Europa, unidos a personajes de elevada posición de la corte de Francia, y a sus comisionados en la República, que abusando de su carácter y de su posición, se han convertido en socios y en cómplices de los que ocupados en el agio, fundan sus especulaciones en la ruina del país.

La sabiduría y la previsión de los distinguidos Monroe y Bolívar se ponen de manifiesto, y con una evidencia palpable, hoy más que nunca.

El emperador de los franceses trae la guerra, no a México sólo, sino al continente americano.

Así lo ha comprendido el Perú y el Chile: así deben comprenderlo y lo comprenden también, los Estados Unidos del Norte y las demás Repúblicas del continente, y México sólo sirve de ensayo y de puerta, para que una vez abierta, se siga entrando a lo que resta de este continente.

La causa de México es una causa continental. Al defender sus libertades, se defienden las libertades del Nuevo Mundo.

La indignación que causan estos ataques y aquellas miras, y la conducta insolente y vandálica de los invasores, hará que los mexicanos unidos todos rechacen tan inicua invasión. Algunos, a quienes sus pasiones de partido habían arrastrado a los campamentos del extranjero, seducidos por las palabras de independencia y de libertad, han comenzado a ver claro, y han vuelto y vuelven todos los días, a donde sus hermanos y la patria los llaman.

Que se laven de la mancha que quieren dejar caer sobre ellos esos franceses que hacen una guerra de salvajes a los pueblos indefensos, recordando con sus hechos atroces sobre los ancianos, las mujeres y los niños y con el incendio de sus habitaciones, la barbarie de esas guerras que los hombres del norte llevaron en los primeros siglos de nuestra era sobre la Europa.

Al defender a México, no se defienden opiniones ni personas determinadas: se defiende la cosa más sagrada para todo hombre en sociedad, y en esto no caben mayorías ni minorías. Por algún tiempo, y por más de una vez, una minoría ha dominado en esta capital, apoyándose en el representante del emperador de los franceses, e invocando la protección de éste. Pero ese tiempo pasó para no volver jamás, y hoy no es una minoría, ni una parte más o menos sana, de esta o de aquella raza, la que se pone al frente de esta invasión: somos todos los mexicanos los que salimos a la defensa, y en vano se invocan con procaz falacia, mayorías oprimidas, cuando se encuentra a una nación unida y unánime, y se oye, por el medio de sus libres y legítimos representantes, su voz enérgica y soberana.

La patria en peligro nos llama a su defensa: hagámosla digna de la causa que se sostiene, e imitemos la heroica conducta de los que fueron nuestros padres: que Puebla y el 5 de mayo, sean otro Bailén y otro 2 de mayo para nosotros, y que la lucha de España contra el primer Napoleón del año de 1808 al de 1814, nos sirva de guía y de modelo para la lucha que México ha comenzado contra Napoleón.

Es un axioma consagrado en la larga y sangrienta historia de las revoluciones del mundo, que los pueblos que quieren ser libres lo son: nosotros queremos serlo, y lo seremos. Para ello es forzoso que defendamos nuestro ser político, y el lugar que con su sangre conquistaron para esta patria independiente de sus heroicos fundadores.

Esa defensa incontrastable llevada hasta el último extremo: la resistencia de todas maneras y agotando todos los recursos: el sacrificio de todo y de todos, de vidas y de bienes, sin atender a nada, ni detenerse por ninguna consideración secundaria: he ahí cuál es la intención y el espíritu que anima a todos y a cada uno de los representantes del ultrajado pueblo mexicano.

La firmeza en el propósito, sean cuales fueren los contratiempos o desastres que pueden sobrevenir: la perseverancia en el obrar y la unión de todos los ánimos, cooperando todos y de todas maneras, cada cual según la medida de su posibilidad, para obtener el resultado que se busca, he ahí cuál es la unánime opinión y el más vivo de los deseos de los mexicanos que representan en este congreso a sus conciudadanos.

Unidos, seremos respetados: unidos, sufriremos la suerte que nos estuviera deparada: unidos, afrontaremos todos los peligros y soportaremos todas las desgracias: unidos triunfaremos al fin, y saldremos con honor y con gloria de una lucha que al par de no provocarla, es el ejemplo de la mayor de las iniquidades que pueden registrarse en los fastos de la historia.

Salón de sesiones del congreso de la Unión, en México, a 27 de octubre de 1862. - José González Echeverría, representante por el Estado de Zacatecas, Presidente. - Félix Romero, representante por el Estado de Oaxaca, Secretario. - Manuel María Ovando, representante por el Estado de Puebla, Secretario. - Joaquín María Alcalde, representante por el Estado de Guerrero, Secretario.- Francisco Bustamante, representante por el Estado de San Luís Potosí, Secretario.

Participants (5):

Signatory role:
José González Echeverría
Secretary and signatory role:
Joaquín María Alcalde
Francisco Bustamante
Manuel María Ovando
Félix Romero

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